Refuerzo del segundo periodo



Refuerzo segundo periodo.

1. Señale la idea central de cada pàrrafo, con ellas construya un resumen y mapa conceptual, para que tenga una idea clara del tema.

2. Haga una relaciòn donde muestre ocn citas textuales la relaciòn entre esta lectura y las teorías de Hume y Descartes sobre el conocimiento. Utilice las meditaciones, esta lectura de Savater y sus conocimientos sobre Hume

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4. Responda tres preguntas de las que aparecen al final del texto

3. Entregue un taller con los puntos 1 y 2 como requisito para la evaluaciòn, (no tiene nota) y presente una evaluaciòn oral sobre el taller y una tipo icfes



YO ADENTRO, YO AFUERA
Fernando Savater




René Descartes, el gran pensador del siglo XVII, es considerado plausiblemente como el fundador de la filosofía moderna precisamente por haber sido el primero en plantearse una duda de tamaño semejante y también por su forma de superarla. Desde luego. Descartes no mencionó a los extraterrestres (mucho menos populares en su siglo que en el nuestro) ni habló de cerebros conservados artificialmente en frascos. En cambio planteó la hipótesis de que todo lo que consideramos real pudiera ser simplemente un sueño -el filósofo francés fue más o menos coetáneo del dramaturgo español Calderón de la Barca, autor de La vida es sueño- y que las cosas que creemos percibir y los sucesos que parecen ocurrimos fueran sólo incidentes de ese sueño. Un sueño total, inacabable, en el que soñamos dormirnos y también a veces despertar (¿acaso no nos ha ocurrido a veces en sueños creer que despertamos y nos reímos de nuestro sueño anterior?), lleno de personas soñadas y paisajes soñados, un sueño en el que somos reyes o mendigos, un sueño extraordinariamente vivido... pero sueño al fin y al cabo, sólo un sueño. No contento con esta suposición alarmante,

Descartes propuso otra mucho más siniestra: quizá somos víctimas de un genio maligno, una entidad poderosa como un dios y mala como un demonio dedicada a engañarnos constantemente, haciéndonos ver, tocar y oler lo que no existe sin otro propósito que disfrutar de nuestras permanentes equivocaciones. Según la primera hipótesis, la del sueño permanente, nos engañamos solitos; según la segunda, la del genio malvado, alguien poderoso (¡alguien parecido a un extraterrestre, aunque como la misma tierra sería unengaño no podemos llamarle así!) nos engaña a propósito: en ambos casos tendríamos que equivocarnos sin remedio y tomar constantemente lo falso por verdadero.

Para una persona corriente, estas dudas gigantescas resultan bastante raras: ¿no estaría un poco loco Descartes? ¿Cómo vamos a estar soñando siempre, si la noción de sueño no tiene sentido más que por contraste con los momentos en que estamos despiertos? Y además sólo soñamos con cosas, personas o situaciones conocidas durante los períodos de vigilia: soñamos con la realidad porque de vez en cuandotenemos contacto con realidades no soñadas. Si siempre estuviéramos soñando, sería igual que no soñar nunca. Además, ¿de dónde saca Descartes su genio maligno? Si existe tal dios o demonio dedicado constantemente a urdir una realidad coherente para nosotros ¿por qué no le llamamos «realidad» y acabamos de una vez? ¿Cómo va a engañarnos si nada nunca es verdad? Si siempre nos engaña, ¿en qué se diferencia su engaño de la verdad? ¿Y qué más da conocer un mundo real en el que hay muchas cosas o conocer muchas cosas fabricadas por un demonio juguetón pero real?

Desde luego, Descartes no estaba loco ni desvariaba arrastrado por una imaginación desbordante. Como todo buen filósofo, se dedicaba nada más (¡ni nada menos!) que a formularse preguntas en apariencia muy chocantes pero destinadas a explorar lo que consideramos más evidente, para ver si es tan evidente como creemos... al modo de quien da varios tirones a la cuerda que debe sostenerle, para saber si está bien segura antes de ponerse a trepar confiadamente por ella. Puede que la cuerda parezca amarrada como es debido a algo sólido, puede que todo el mundo nos diga que podemos confiar en ella pero... es nuestra vida la que está en juego y el filósofo quiere asegurarse lo más posible antes de iniciar su escalada. No, ese filósofo no es un loco ni un extravagante (¡por lo menos no suele serlo en la mayoría de los casos!): sólo resulta algo más desconfiado que los demás. Pretende saber por sí mismo y comprobar por sí mismo lo que sabe. Por eso Descartes llamó «metódica» a su forma de dudar: trataba de encontrar un método (palabra que en griego significa «camino») para avanzar en el conocimiento fiable de la realidad. Su escepticismo quería ser el comienzo de una investigación, no el rechazo de cualquier forma de investigar o conocer.

Bien, supongamos que todo cuanto creo saber no es más que un sueño o la ficción producida para engañarme por un genio maligno. ¿No me quedaría en tal caso alguna certeza donde hacer pie, a pesar de mis inacabables equivocaciones? ¿No habrá algo tan seguro que ni el sueño ni el genio puedan convertirlo en falso? Puede que no haya árboles, mares ni estrellas, puede que no haya otros seres humanos semejantes a mí en el mundo, puede que yo no tenga el cuerpo ni la apariencia física que creo tener... pero al menos sé con
toda certeza una cosa: existo. Tanto si me equivoco como si acierto, al menos estoy seguro de que existo. Si dudo, si sueño, debo existir indudablemente para poder soñar y dudar. Puedo ser alguien muy engañado pero también para que me engañen necesito ser. «De modo que después de haberlo pensado bien -dice Descartes en la segunda de sus Meditaciones- y de haber examinado todas las cosas cuidadosamente, al final debo concluir y tener por constante esta proposición: yo soy, yo existo es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.» Cogito, ergo sum: pienso, luego existo. Y cuando dice «pienso» Descartes no sólo se refiere a la facultad de razonar, sino también a dudar, equivocarse, soñar, percibir... A cuanto mentalmente ocurre o se me ocurre. Todo pueden ser ilusiones mías salvo que existo con ilusiones o sin ellas. Si digo «veo un árbol frente a mí» puedo estar soñando o ser engañado por un extraterrestre burlón;
pero si afirmo «creo ver un árbol frente a mí y por tanto existo» tengo que estar en lo cierto, no hay dios que pueda engañarme ni sueño que valga. Ahí la cuerda está bien amarrada y puedo comenzar a trepar.

¿Quién o qué es ese «yo» de cuya existencia ya no cabe dudar? Para Descartes, se trata de una res cogitans, una cosa que piensa (entendiendo «pensar» en el amplio sentido antes mencionado). Quizá traducir la palabra latina res por «cosa» no sea muy adecuado y resultase mejor traducirla por «algo» o incluso por «asunto», en el sentido genérico que tiene también en res publica (el asunto o asuntos públicos, el Estado): el yo es un algo que piensa, un asunto mental. Sea como fuere, por aquí le han venido después a Descartes las más serias objeciones a su planteamiento. ¿Por qué esa «cosa que piensa» y que por tanto existe soy yo, un sujeto personal? ¿No podríamos decir simplemente «se piensa» o «se existe» de modo impersonal, como cuando afirmamos «llueve» o «es de día»? ¿Por qué lo que piensa y existe debe ser una cosa, un algo subsistente y estable, en lugar de ser una serie de impresiones momentáneas que se suceden? Existen pensamientos, existe el existir, pero... ¿por qué llama Descartes «yo» al supuesto sujeto que sostiene esospensamientos y esa existencia? Veo árboles, noto sensaciones, razono y calculo, deseo, siento miedo... Pero
nunca percibo una cosa a la que pueda llamar «yo».

Cien años después de Descartes, el escocés David Hume apunta en su Tratado de la naturaleza humana: «Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo "yo mismo", siempre tropiezo con una u otra percepción particular, de frío o de calor, de luz o de sombra, de dolor o de placer. Nunca puedo captar un "yo mismo" sin encontrar siempre una percepción, y nunca puedo observar nada más que la percepción». Según Hume, aquí también existe un espejismo, a pesar de los esfuerzos de Descartes por evitar el engaño. Lo mismo que creo «ver» un bastón roto al introducirlo en el agua -a causa de la refracción de la
luz-, también creo «sentir» una sustancia ininterrumpida y estable a la que llamo «yo» tras la serie sucesiva de impresiones diversas que percibo: como siempre noto algo, creo que hay un algo que está siempre notando y sintiendo. Pero a ese mismo sujeto personal que Descartes parece dar por descartado -perdón por el chiste horrible- no lo percibo nunca y por tanto no es más que otra ilusión.

O puede que no sea una ilusión, sino una exigencia del lenguaje que manejamos. Quizá la palabra «yo» no sea el nombre de una cosa, pensante o no pensante, sino una especie de localizador verbal, como los términos «aquí» o «ahora». ¿Acaso creemos que hay un sitio, fijo y estable, llamado «aquí»? ¿O un momento especial, identificable entre todos los demás de una vez por todas, llamado «ahora»? Decir «yo pienso, yo percibo, yo existo» es como asegurar «se piensa, se percibe, se existe aquí y ahora». Según Kant, la fórmula «yo pienso» puede acompañar a todas mis representaciones mentales pero lo mismo podría decirse de «aquí» y «ahora». No me puedo expresar de otro modo y sin duda algo estoy expresando al hablar así, pero es abusivo suponer que esas palabras descubren una cosa o una persona fija, estable y duradera. En este caso,como en tantos otros, quizá filosofar consista en intentar aclarar los embrollos producidos por el lenguaje que manejamos. Uno de ellos es suponer que a cada palabra debe corresponderle en el mundo «algo» sustantivo y tangible, cuando muchas palabras no designan más que posiciones, relaciones o principios abstractos. Otro desvarío lingüístico consiste en considerar todos los verbos como nombres de acciones y buscar por tanto en cualquier caso el sujeto que las realiza. Si digo por ejemplo «yo existo», el verbo existir funciona en mi imaginación como si señalase algún tipo de acción, igual que cuando digo «yo paseo» o «yo como». Pero ¿y si «existir» no fuera en absoluto nada parecido a una acción ni por tanto necesitase un sujeto concreto para llevarla a cabo? ¿Y si «existir» funcionase más bien como «es de día» o «llueve», es decir como algo que pasa pero que nadie hace?

Probablemente, al plantear como irrefutable la existencia de su yo (que es también el nuestro, no le creamos egoísta). Descartes estaba pensando en su alma. Desde luego el alma es una noción cargada de referencias religiosas -cristianas, claro está, pero también anteriores al cristianismo- muy respetables e interesantes, aunque ni mucho menos tan indudables como exigía el filósofo francés cuando buscaba la certeza definitiva por medio de su procedimiento dubitativo. Aunque Descartes trata de ponerlo todo en duda, parece admitir de rondón y sin mayor crítica la noción de «alma» o «yo» personal, sobre cuya certeza tanto cabe dudar siguiendo su propio método. Los escépticos más aguerridos dirán que Descartes no fue verdaderamente uno de ellos, sino sólo un falso escéptico demasiado interesado en salir de dudas cuanto antes... Según Descartes, el alma es una realidad separada y totalmente distinta del cuerpo, al que controla desde una cabina de mando situada en la glándula pineal (un adminículo de nuestro sistema cerebral al que en su época aún no se le había descubierto ninguna función fisiológica concreta). Los neurólogos y psiquiatras actuales sonríen ante este punto de vista pero tampoco sus explicaciones sobre la relación entre nuestras funciones mentales y nuestros órganos físicos son siempre claras ni del todo convincentes. La gente corriente, ustedes o yo (ustedes, cada uno de los cuales también dice «yo»), ¿acaso hemos renunciado verdaderamente a creer que somos «almas» en un sentido bastante parecido al de Descartes?

Volvamos otra vez a la cuestión del «yo». ¿Podemos despacharlo como un mero error del lenguaje? Cada uno estamos convencidos de que de algún modo poseemos una cierta identidad, algo que permanece y dura a través del torbellino de nuestras sensaciones, deseos y pensamientos. Yo estoy convencido de ser yo en primer lugar para mí pero también para los demás. Yo soy yo porque me mantengo a través del tiempo y porque me distingo de los otros. Creo ser el mismo que fui ayer, incluso el mismo que era hace cuarenta años; aún más, creo que seguiré siendo yo mientras viva y si me preocupa la muerte es precisamente porque significará el final de mi yo. Pero ¿cómo puedo estar tan seguro de que sigo siendo el mismo que aquel niño de cinco o diez años, inmensamente diferente a mi yo actual en lo físico y lo espiritual? ¿Acaso es la memoria lo que explica tal continuidad? Pero la verdad es que he olvidado la mayoría de las sensaciones e incidentes de mi vida pasada. Supongamos que alguien me enseña una foto mía de hace décadas, tomada en una fiesta infantil de la que no recuerdo absolutamente nada. La veo y digo complacido «sí, soy yo», a pesar de mi radical olvido: aunque no recuerdo nada, estoy seguro de que entonces me sentía tan yo como ahoramismo y que esa sensación nunca se ha interrumpido. También creo haber seguido siendo siempre yo por las noches mientras duermo, pese a recordar rara vez lo que sueño -y nunca por mucho tiempo- o incluso durante la completa inconsciencia producida por la anestesia. Aun suponiendo que un accidente me dejase completamente amnésico, incapaz de recordar nada de mi vida pasada, ni siquiera lo que me ocurrió ayer, probablemente seguiré pensando -¿con algunas dudas, quizá?- que siempre fui el mismo «yo» que ahora soy... aunque ya no me acuerde.

El psiquiatra Oliver Sacks, en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, cuenta el caso de uno de sus pacientes -un tal Mr. Thomson- cuya memoria había sido destruida por el síndrome de Korsakov y que se dedicaba a inventarse constante y frenéticamente nuevos pasados. Era su forma de poder seguir considerándose «el mismo» a través del tiempo, como le pasa a usted y como me pasa a mí. «El mismo» quiere decir que, aunque evidentemente cambiamos de un año a otro, de un día para otro, algo sigue permaneciendo estable bajo los cambios (para que una cosa cambie es necesario que en cierto aspecto siga siendo la misma: si no, en vez de cambiar se destruye y es sustituida por otra). Pero ¿cuántos cambios puede sufrir una cosa para que sigamos diciendo que es la misma que era, aunque transformada? Si a un cuchillo se le rompe la hoja y la cambio por otra, sigue siendo el mismo; si le cambio el mango por otro, también será el mismo; pero si le he cambiado la hoja y el mango, ¿continuará siendo el mismo, aunque yo siga llamándole «mi» cuchillo? ¿Y respecto al futuro? ¿Cómo puedo estar tan convencido de que seguiré siendo también «yo» mañana y el año que viene, si aún vivo, a pesar de cuantas transformaciones me ocurran, aunque el mal de Alzheimer destruya mis recuerdos y me haga olvidar hasta mi nombre o el de mis hijos? ¿Y por qué estoy tan preocupado por ese yo futuro que se me ha de parecer tan poco?

En defensa del «yo» cartesiano, sin embargo, también pueden objetársele ciertas cosas a quienes piensan como Hume. Dice el filósofo escocés que cuando entra en su fuero interno para buscar su yo (¿para buscarse?) sólo encuentra percepciones y sensaciones de diverso tipo: tropieza con contenidos de conciencia, nunca con la conciencia misma. Pero ¿quién o qué realiza esa interesante comprobación? Sin duda ni la percepción ni la sensación son lo mismo que comprobar que uno tiene una sensación o una percepción. Una cosa es notar el frío, por ejemplo, y otra darse cuenta de que uno está sintiendo frío10, es decir, clasificar esa
desagradable sensación, imaginar sus posibles efectos negativos, buscarle rápido remedio. Hay en mí una sensación de frío y también algo que se da cuenta de que estoy sintiendo eso (no otra cosa) y lo relaciona con todo lo que recuerdo, deseo o temo, o sea con mi vida en su conjunto. Lo que siento o percibo en este momento preciso no vaga desligado de toda referencia al complejo formado por mis otros recuerdos y expectativas sino que inmediatamente se aloja más o menos estructuradamente entre ellas. En eso me parece que consiste el que yo pueda llamar mías a mis sensaciones y percepciones: en la especial adhesión que tengo por ellas y también en la necesidad de tomarlas en cuenta vinculándolas con otras no menos mías. Si noto un dolor de muelas, por ejemplo, no podré desentenderme de él o ignorar sus implicaciones diciendo: «Vaya, parece que hay un dolor de muelas por aquí. ¡Espero que no sea mío!». De un modo u otro, no sólo lo notaré sino que deberé tomarlo en cuenta. Y ese tomarlo en cuenta no es en la mayoría de los casos una mera reacción refleja sino más bien una reflexión por la que me apropio de lo que me ocurre y lo conecto con el resto de mis experiencias. En una palabra, no sólo tengo conciencia -como cualquier otro animal- sino también autoconciencia, conciencia de mi conciencia, la capacidad de objetivar aquello de lo que soy consciente y situarlo en una serie con cuya continuidad me veo especialmente comprometido. No sólo siento y percibo, sino que puedo preguntarme qué siento y percibo, así como indagar lo que significa para mí cuanto siento y
percibo.

Así me encuentro, invadido y poseído por todo mi ser que es tanto la mirada interior del alma como a luz del mundo, inseparables, indudables. ¿Será ésta la certeza que buscó el maestro
Descartes? Después de intentar explorar mi yo, lo que soy, me asalta otra duda: ¿hay alguien ahí fuera?, ¿estoy solo?, ¿existe algún otro «yo» aparte del mío? Desde luego, constato que me rodean seres aparentemente semejantes a mí pero de los cuales sólo conozco sus manifestaciones exteriores, gestos, exclamaciones, etc. Cómo puedo saber si también gozan y padecen realmente una interioridad como la mía, si también para ellos existen dolores, placeres, sueños, pensamientos y significados? La pregunta parece arbitraria, demente incluso -¡ya hemos visto que muchas preguntas filosóficas suenan así de raras en primera instancia!-, pero no s nada fácil de contestar. Al que llega a la conclusión de que en el mundo no hay más «yo» que el suyo pues de todos los demás sólo conoce comportamientos y apariencias que no certifican el respaldo de una visión interior como la suya propia- se le llama en la historia de la filosofía «solipsista». Y ha habido muchos, o se crean, porque no resulta sencillo refutar esta extravagante convicción. Después de todo, ¿cómo llegar a aber que los demás tienen también una mente como la mía, si por definición mi mente es aquello a lo que sólo yo tengo acceso directo? El asunto es tan grave que uno de los mayores filósofos de nuestro siglo, el inglés Bertrand Russell, cuenta que en cierta ocasión recibió la carta de un solipsista explicándole su posición teórica y extrañándose de que, siendo tan irrefutable, no hubiera más solipsistas en el mundo...

A mi juicio, el más sólido argumento antisolipsista lo brindó otro gran pensador contemporáneo -que que además amigo y discípulo de Russell-, el austriaco Ludwig Wittgenstein. Según Wittgenstein, no puede aber un lenguaje privado: todo idioma humano, para serlo, necesita poder ser comprendido por otros y tiene omo objeto compartir el mundo de los significados con ellos. En mi interior, desde que comienzo a eflexionar sobre mí mismo, encuentro un lenguaje sin el que no sabría pensar, ni soñar siquiera: un lenguaje ue yo no he inventado, un lenguaje que como todos los lenguajes tiene que ser forzosamente público, es decir que comparto con otros seres capaces como yo de entender significados y manejar palabras. Términos omo «yo», «existir», «pensar», «genio maligno», etc., no son productos espontáneos de un ser aislado sino reaciones simbólicas que tienen su posición en la historia y la geografía humanas: diez siglos antes o en una atitud distinta nadie se hubiera hecho las preguntas de Descartes. Por medio del lenguaje que da forma a mi nterioridad puedo postular -debo postular- la existencia de otras interioridades entre las que se establece el ínculo revelador de la palabra. Soy un «yo» porque puedo llamarme así frente a un «tú» en una lengua que ermite después al «tú» hablar desde el lugar del «yo». Establecer el ámbito de las significaciones lingüísticas ompartidas es marcar las fronteras de lo humano: ¿no será precisamente ahí, en lo humano, en lo que omparto con otros semejantes capaces de hablar y por tanto pensar donde podré encontrar una respuesta
mejor a la cuestión sobre qué o quién soy yo?

Da que pensar...
¿Puedo estar seguro realmente de alguno de mis conocimientos? ¿Es imaginable que me encuentre erpetuamente soñando o que sea engañado por alguna entidad poderosa y malvada? ¿Por qué Descartes planteó estas hipótesis y las consideró parte de una duda metódica? ¿Era el mayor de los escépticos o el primero de los investigadores modernos, en busca de la certeza racional? ¿Es indudable que «yo» existo o sólo es indudable la existencia de «algo», que podría ser impersonal y fragmentario? ¿Qué era el «yo» para Descartes? ¿Qué entendía por res cogitans? ¿Es el «yo» una sustancia estable y personal o podría resultar tan sólo un efecto localizador del lenguaje? Cuando practico la introspección, ¿encuentro alguna vez un
«yo» como cree Descartes o sólo percepciones como asegura Hume? ¿Es lo mismo ser consciente que ser autoconsciente? ¿Es mi cuerpo pura mente que percibe o tiene también una prolongación en el mundo de los objetos percibidos? Visto desde fuera ¿cuáles son los límites de mi «yo»? ¿Por qué llamo «mío» al cuerpo? ¿Soy mi cuerpo o tengo un cuerpo? Si el alma tiene un cuerpo pero no es el cuerpo, ¿qué lugar ocupa en él? ¿Desde dónde ha llegado a él? Si el alma o la mente es el cerebro ¿podemos decir que no sea más que el cerebro? Aunque no haya conciencia sin cerebro, ¿tiene el cerebro las mismas propiedades que la conciencia? ¿Cómo puedo establecer si hay otras mentes en el mundo semejantes a la mía? ¿Qué es el solipsismo? ¿Podríamos ser todos solipsistas? ¿He inventado yo el lenguaje que encuentro en mí? ¿Podría haber un lenguaje para mi exclusivo uso personal, sin referencia a otras mentes semejantes a la mía?