Actividades de recuperación


DESCARTES

Actividad:

1. Aplique el método de lectura a las tres primeras meditaciones.


2. Construya un mapa conceptual donde muestre el camino que utiliza Descartes para llegar a verdades de las cuales no se pueden discutir, partiendo de la duda hasta llegar a la verdad que la garantiza que este es el mundo real.

3. Compare las meditaciones de Descartes con la película Matrix I, encuentre en esta película las escenas, diálogos o secuencias que tienen similitudes con párrafos de las meditaciones.


4. Este taller se socializará en clase y tendrá una evaluación respectiva, la entrega de taller no constituye una nota pero es indispensable para realizar la evaluación

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MEDITACIONES METÁFISICAS,
RENÉ DESCARTES

PRIMERA DE LAS MEDITACIONES SOBRE LA
METAFÍSICA, EN LAS QUE SE DEMUESTRA LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN DEL ALMA Y DEL CUERPO


Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad que fuese tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para comprender esa tarea. Por ello, he dudado tanto tiempo, que sería ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones.

Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que quizá nunca podría alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade a evitar dar fe no menos cuidadosamente a las cosas que no son absolutamente seguras e indudables que a las abiertamente falsas, me bastará para rechazarlas todas encontrar en cada una algún motivo de duda. Así pues, no me será preciso examinarlas una por una, lo que constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré inmediatamente los principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en un tiempo, ya que, excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que está por encima edifica-do.

Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he percibido de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin embargo, que éstos engañan de vez en cuando y es prudente no confiar nunca en aquellos que nos han engañado aunque sólo haya sido por una sola vez. Con todo, aunque a veces los sentidos nos engañan en lo pequeño y en lo lejano, quizás hay otras cosas de las que no se puede dudar aun cuando las recibamos por medio de los mismos, como, por ejemplo, que estoy aquí, que estoy sentado junto al fuego, que estoy vestido con un traje de invierno, que tengo este papel en las manos y cosas por el estilo. ¿Con qué razón se puede negar que estas manos y este cuerpo sean míos? A no ser que me asemeje a no sé qué locos cuyos cerebros ofusca un pertinaz vapor de tal manera atrabiliario que aseveran en todo momento que son reyes, siendo en realidad pobres, o que están vestidos de púrpura, estando desnudos, o que tienen una jarra en vez de cabeza, o que son unas calabazas, o que están creados de vidrio; pero ésos son dementes, y yo mismo parecería igualmente más loco que ellos si me aplicase sus ejemplos.

Perfectamente, como si yo no fuera un hombre que suele dormir por la noche e imaginar en sueños las mismas cosas y a veces, incluso, menos verosímiles que esos desgraciados cuando están despiertos. ¡Cuán frecuentemente me hace creer el reposo nocturno lo más trivial, como, por ejemplo, que estoy aquí, que llevo puesto un traje, que estoy sentado junto al fuego, cuando en realidad estoy echado en mi cama después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel con los ojos abiertos, y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente y sensible-mente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo experimentaría con tanta claridad; como si no me acordase de que he sido ya otras veces engañado en sueños por los mismos pensamientos. Cuando doy más vueltas a la cuestión veo sin duda alguna que estar despierto no se distingue con indicio seguro del estar dormido, y me asombro de manera que el mismo estupor me confirma en la idea de que duermo.

Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos particulares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que extendemos las manos; pensemos que quizá ni tenemos tales manos ni tal cuerpo. Sin embargo, se ha de confesar que han sido vistas durante el sueño como unas ciertas imágenes pintadas que no pudieron ser ideadas sino a la semejanza de cosas verdaderas y que, por lo tanto, estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos y todo el cuerpo) existen, no como cosas imaginarias, sino verdaderas; puesto que los propios pintores ni aun siquiera cuando intentan pintar las sirenas y los sátiros con las formas más extravagantes posibles, pueden crear una naturaleza nueva en todos los conceptos, sino que entremezclan los miembros de animales diversos; incluso si piensan algo de tal manera nuevo que nada en absoluto haya sido visto que se le parezca ciertamente, al menos deberán ser verdaderos los colores con los que se componga ese cuadro. De la misma manera, aunque estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos, etc.) puedan ser imaginarios, se habrá de reconocer al menos otros verdaderos más simples y universales, de los cuales como de colores verdaderos son creadas esas imágenes de las cosas que existen en nuestro conocimiento, ya sean falsas, ya sean verdaderas.

A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general en su extensión, al mismo tiempo que la figura de las cosas extensas. La cantidad o la magnitud y el número de las mismas, el lugar en que estén, el tiempo que duren, etc.

En consecuencia, deduciremos quizá sin errar de lo anterior que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás disciplinas que dependen de la consideración de las cosas compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que la aritmética, la geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más simples y absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en la naturaleza o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté dormido, ya esté despierto, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado no tendrá más que cuatro lados; y no parece ser posible que unas verdades tan obvias incurran en sospecha de falsedad.

No obstante, está grabada en mi mente una antigua idea, a saber, que existe un Dios que es omnipotente y que me ha creado tal como soy yo. Pero, ¿cómo puedo saber que Dios no ha hecho que no exista ni tierra, ni magnitud, ni lugar, creyendo yo saber, sin embargo, que todas esas cosas no existen de otro modo que como a mí ahora me lo parecen? ¿E incluso que, del mismo modo que yo juzgo que se equivocan algunos en lo que creen saber perfectamente, así me induce Dios a errar siempre que sumo dos y dos o numero los lados del cuadrado o realizo cualquier otra operación si es que se puede imaginar algo más fácil todavía? Pero quizá Dios no ha querido que yo me engañe de este modo, puesto que de él se dice que es sumamente bueno; ahora bien, si repugnase a su bondad haberme creado de tal suerte que siempre me equivoque, también parecería ajeno a la misma permitir que me engañe a veces; y esto último, sin embargo, no puede ser afirmado.

Habrá quizás algunos que prefieran negar a un Dios tan potente antes que suponer todas las demás cosas inciertas; no les refutemos, y concedamos que todo este argumento sobre Dios es ficticio; pero ya imaginen que yo he llegado a lo que soy por el destino, ya por casualidad, ya por una serie continuada de cosas, ya de cualquier otro modo, puesto que engañarse y errar parece ser una cierta imperfección, cuanto menos potente sea el creador que asignen a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto que siempre me equivoque. No sé qué responder a estos argumentos, pero finalmente me veo obligado a reconocer que de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar, no por inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes y bien meditadas. Por tanto, no menos he de abstenerme de dar fe a estos pensamientos que a los que son abiertamente falsos, si quiero encontrar algo cierto.

Con todo, no basta haber hecho estas advertencias, sino que es preciso que me acuerde de ellas; puesto que con frecuencia y aun sin mi consentimiento vuelven mis opiniones acostumbradas y atenazan mi credulidad, que se halla como ligada a ellas por el largo y familiar uso; y nunca dejaré de asentir y confiar habitualmente en ellas en tanto que las considere tales como son en realidad, es decir, dudosas en cierta manera, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, con todo, muy probables, de modo que resulte mucho más razonable creerlas que negarlas. En consecuencia, no actuaré mal, según confío, si cambiando todos mis propósitos me engaño a mí mismo y las considero algún tiempo absolutamente falsas e imaginarias, hasta que al fin, una vez equilibrados los prejuicios de uno y otro lado, mi juicio no se vuelva a apartar nunca de la recta percepción de las cosas por una costumbre equivocada; ya que estoy seguro de que no se seguirá de esto ningún peligro de error, y de que yo no puedo fundamentar más de lo preciso una desconfianza, dado que me ocupo, no de actuar, sino solamente de conocer.

Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente de la verdad, sino algún genio maligno de extremado poder e inteligencia pone todo su empeño en hacerme errar; creeré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todo lo externo no son más que engaños de sueños con los que ha puesto una celada a mi credulidad; consideraré que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré, pues, asido a esta meditación y de este modo, aunque no me sea permitido conocer algo verdadero, procuraré al menos con resuelta decisión, puesto que está en mi mano, no dar fe a cosas falsas y evitar que este engañador, por fuerte y listo que sea, pueda inculcarme nada. Pero este intento está lleno de trabajo, y cierta pereza me lleva a mi vida ordinaria; como el prisionero que disfrutaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba durmiendo, teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas dulces ilusiones, así me deslizo voluntariamente a mis antiguas creencias y me aterra el despertar, no sea que tras el plácido descanso haya de transcurrir la laboriosa velada no en alguna luz, sino entre las tinieblas inextricables de los problemas suscitados.

MEDITACIÓN SEGUNDA: SOBRE LA NATURALEZA DEL ALMA HUMANA Y DEL HECHO DE QUE ES MÁS COGNOSCIBLE QUE EL CUERPO

He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que ni puedo dejar de acordarme de ellas ni sé de qué modo han de solucionarse; por el contrario, como si hubiera caído en una profunda vorágine, estoy tan turbado que no puedo ni poner pie en lo más hondo ni nadar en la superficie. Me esforzaré, sin embargo, en adentrarme de nuevo por el mismo camino que ayer, es decir, en apartar todo aquello que ofrece algo de duda, por pequeña que sea, de igual modo que si fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo cierto, o al menos, si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto. Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil, para mover toda la tierra de su sitio; por lo tanto, he de esperar grandes resultados si encuentro algo que sea cierto e inconcuso.

Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha existido nada de lo que la engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro. ¿Cómo sé que no hay nada diferente de lo que acabo de mencionar, sobre lo que no haya ni siquiera ocasión de dudar? ¿No existe algún Dios, o como quiera que le llame, que me introduce esos pensamientos? Pero, ¿por qué he de creerlo, si yo mismo puedo ser el promotor de aquéllos? ¿Soy, por lo tanto, algo? Pero he negado que yo tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo, porque, ¿qué soy en ese caso? ¿Estoy de tal manera ligado al cuerpo y a los sentidos, que no puedo existir sin ellos? Me he persuadido, empero, de que no existe nada en el mundo, ni cielo ni tierra, ni mente ni cuerpo; ¿no significa esto, en resumen, que yo no existo? Ciertamente existía si me persuadí de algo. Pero hay un no sé quién engañador sumamente poderoso, sumamente listo, que me hace errar siempre a propósito. Sin duda alguna, pues, existo yo también, si me engaña a mí; y por más que me engañe, no podrá nunca conseguir que yo no exista mientras yo siga pensando que soy algo. De manera que, una vez sopesados escrupulosamente todos los argumentos, se ha de concluir que siempre que digo «Yo soy, yo existo» o lo concibo en mi mente, necesariamente ha de ser verdad. No alcanzo, sin embargo, a compren-der todavía quién soy yo, que ya existo necesariamente; por lo que he de procurar no tomar alguna otra cosa imprudentemente en lugar mío, y evitar que me engañe así la percepción que me parece ser la más cierta y evidente de todas. Recordaré, por tanto, qué creía ser en otro tiempo antes de venir a parar a estas meditaciones; por lo que excluiré todo lo que, por los argumentos expuestos, pueda ser combatido, por poco que sea, de manera que sólo quede en definitiva lo que sea cierto e inconcuso. ¿Qué creí entonces ser? Un hombre, naturalmente. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No, puesto que se habría de investigar qué es animal y qué es racional, y así me deslizaría de un tema a varios y más difíciles, y no me queda tiempo libre como para gastarlo en sutilezas de este tipo. Con todo, dedicaré mi atención en especial a lo que se me ocurría espontánea-mente siguiendo las indicaciones de la naturaleza siempre que consideraba que era. Se me ocurría, primero, que yo tenía cara, manos, brazos y todo este mecanismo de miembros que aún puede verse en un cadáver, y que llamaba cuerpo. Se me ocurría además que me alimentaba, que comía, que sentía y que pensaba, todo lo cual lo refería al alma. Pero no advertía qué era esa alma, o imaginaba algo ridículo, como un viento, o un fuego, o un aire que se hubiera difundido en mis partes más imperfectas. No dudaba siquiera del cuerpo, sino que me parecía conocer definidamente su naturaleza, la cual, si hubiese intentado especificarla tal como la concebía en mi mente, la hubiera descrito así: como cuerpo comprendo todo aquello que está determinado por alguna figura, circunscrito en un lugar, que llena un espacio de modo que excluye de allí todo otro cuerpo, que es percibido por el tacto, la vista, el oído, el gusto, o el olor, y que es movido de muchas maneras, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que le toque; ya que no creía que tener la posibilidad de moverse a sí mismo, de sentir y de pensar, podía referirse a la naturaleza del cuerpo; muy al contrario, me admiraba que se pudiesen encontrar tales facultades en algunos cuerpos.

Pero, ¿qué soy ahora, si supongo que algún engañador potentísimo, y si me es permitido decirlo, maligno, me hace errar intencionadamente en todo cuanto puede? ¿Puedo afirmar que tengo algo, por pequeño que sea, de todo aquello que, según he dicho, pertenece a la naturaleza del cuerpo? Atiendo, pienso, doy más y más vueltas a la cuestión: no se me ocurre nada, y me fatigo de considerar en vano siempre lo mismo. ¿Qué acontece a las cosas que atribuía al alma, como alimentarse o andar? Puesto que no tengo cuerpo, todo esto no es sino ficción. ¿Y sentir? Esto no se puede llevar a cabo sin el cuerpo, y además me ha parecido sentir muchas cosas en sueños que he advertido más tarde no haber sentido en realidad. ¿Y pensar? Aquí encuéntrome lo siguiente: el pensamiento existe, y no puede serme arrebatado; yo soy, yo existo: es manifiesto. Pero ¿por cuánto tiempo? Sin duda, en tanto que pienso, puesto que aún podría suceder, si dejase de pensar, que dejase yo de existir en absoluto. No admito ahora nada que no sea necesariamente cierto; soy por lo tanto, en definitiva, una cosa que piensa, esto es, una mente, un alma, un intelecto, o una razón, vocablos de un significado que antes me era desconocido. Soy, en consecuencia, una cosa cierta, y a ciencia cierta existente. Pero, ¿qué cosa? Ya lo he dicho, una cosa que piensa.

¿Qué más? Supondré que no soy aquella estructura de miembros que se llama cuerpo humano; que no soy un cierto aire impalpable difundido en mis miembros, ni un viento, ni un fuego, ni un vapor, ni un soplo, ni cualquier cosa que pueda imaginarme, puesto que he considerado que estas cosas no son nada. Mi suposición sigue en pie, y, con todo, yo soy algo. ¿Sucederá quizá que todo esto que juzgo que no existe porque no lo conozco no difiera en realidad de mí, de ese yo que conozco? No lo sé, ni discuto sobre este tema: ya que solamente puedo juzgar aquello que me es conocido. Conozco que existo; me pregunto ahora ¿quién, pues, soy yo que he advertido que existo? Es indudable que este concepto, tomado estrictamente así, no depende de las cosas que todavía no sé si existen, y por lo tanto de ninguna de las que me figuro en mi imaginación. Este verbo «figurarse» me advierte de mi error; puesto que me figuraría algo en realidad en el caso de que imaginase que yo soy algo, puesto que imaginar no es otra cosa que contemplar la figura o la imagen de una cosa corpórea. Pero sé ahora con certeza que yo existo, y que puede suceder al mismo tiempo que todas estas imágenes y, en general, todo lo que se refiere a la naturaleza del cuerpo no sean sino sueños. Advertido lo cual, no me parece que erraré menos si digo: «imaginaré, para conocer con más claridad quién soy», que si supongo: «ya estoy despierto, veo algo verdadero, pero puesto que no lo veo de un modo definido, me dormiré intencionadamente para que los sueños me lo representen con más veracidad y evidencia». Por lo tanto, llego a la conclusión de que nada de lo que puedo aprehender por medio de la imaginación atañe al concepto que tengo de mí mismo, y de que se ha de apartar la mente de aquello con mucha diligencia, para que ella misma perciba su naturaleza lo más definidamente posible.

¿Qué soy? Una cosa que piensa. ¿Qué significa esto? Una cosa que duda, que conoce, que afirma, que niega, que quiere, que rechaza, y que imagina y siente.

No son pocas, ciertamente, estas cosas si me atañen todas. Pero ¿por qué no han de referirse a mí? ¿No dudo acaso de casi todas las cosas; no conozco algo, sin embargo, y afirmo que esto es lo único cierto y niego lo demás; no deseo saber algo, aunque no quiero engañarme; no imagino muchas cosas aun sin querer, y no advierto que muchas otras proceden como de los sentidos? ¿Qué hay entre estas cosas, aunque siempre esté dormido, y a pesar de que el que me ha creado me haga engañarme en cuanto pueda, que no sea igualmente cierto que el hecho de que existo? ¿Qué es lo que se puede separar de mi pensamiento? ¿Qué es lo que puede separarse de mí mismo? Tan manifiesto es que yo soy el que dudo, el que conozco y el que quiero, que no se me ocurre nada para explicarlo más claramente. Por otra parte, yo soy también el que imagino, dado que, aunque ninguna cosa imaginada sea cierta, existe con todo el poder de imaginar, que es una parte de mi pensamiento. Yo soy igualmente el que pienso, es decir, advierto las cosas corpóreas como por medio de los sentidos, como, por ejemplo, veo la luz, oigo un ruido y percibo el calor. Todo esto es falso, puesto que duermo; sin embargo, me parece que veo, que oigo y que siento, lo cual no puede ser falso, y es lo que se llama en mí propiamente sentir; y esto, tomado en un sentido estricto, no es otra cosa que pensar.

A partir de lo cual empiezo a conocer un poco mejor quién soy; sin embargo, me parece (y no puedo dejar de creerlo) que las cosas corpóreas, cuyas imágenes forma el pensamiento, son conocidas con mayor claridad que este no sé qué mío que no se halla bajo mi imaginación, aunque sea en absoluto asombroso que pueda aprehender con mayor evidencia las cosas desconocidas, ajenas a mí, y que reconozco que son falsas, que lo que es verdadero, lo que es conocido, que yo mismo, en definitiva. Pero ya veo lo que ocurre: mi mente se complace en errar y no soporta estar circunscrita en los límites de la verdad. Sea, pues, y dejémosle todavía las riendas sueltas para que pueda ser dirigida si se recogen oportunamente poco después.

Pasemos a las cosas que, según la opinión general, son aprehendidas con mayor claridad entre todas: es decir, los cuerpos que tocamos y vemos; no los cuerpos en general, ya que estas percepciones generales suelen ser un tanto más confusas, sino tan sólo en particular. Tomemos, por ejemplo, esta cera: ha sido sacada de la colmena recientemente, no ha perdido todo el sabor de su miel y retiene algo del olor de las flores con las que ha sido formada; su color, su figura y su magnitud son manifiestos; es dura, fría, se toca fácilmente y si se la golpea con un dedo emitirá un sonido; tiene todo lo que en resumidas cuentas parece reque-rirse para que un cuerpo pueda ser conocido lo más claramente posible. Pero he aquí que mientras hablo se la coloca junto al fuego; desaparecen los restos de sabor, se desvanece la figura, su magnitud crece, se hace líquida y cálida; apenas puede tocarse y no emitirá un sonido si se la golpea. ¿Queda todavía la misma cera? Se ha de confesar que sí: nadie lo niega ni piensa de manera distinta. ¿Qué existía, por tanto, en aquella cera que yo aprehendía tan claramente? Con seguridad, nada de lo que aprecié con los sentidos, puesto que todo lo que excitaba nuestro gusto, el olfato, la vista, el tacto y el oído se ha cambiado; pero con todo, la cera permanece.

Quizás era lo que pienso ahora: que la cera misma no consiste en la dulzura de la miel, en la fragancia de las flores ni en su blancura, ni en su figura ni en el sonido, sino que es un cuerpo que hace poco se me mostraba con unas cualidades y ahora con otras totalmente distintas. ¿Qué es estrictamente eso que así imagino? Pongamos nuestra atención y, dejando aparte todo lo que no se refiera a la cera, veamos qué queda: nada más que algo extenso, flexible y mudable. ¿Qué es ese algo flexible y mudable? ¿Quizá lo que imagino, es decir, que esa cera puede pasar de una forma redonda a una cuadrada y de ésta a su vez a una triangular? De ningún modo, puesto que me doy cuenta de que la cera es capaz de innumerables mutaciones de este tipo y de que yo, sin embargo, no puedo imaginarlas todas; por tanto, esa aprehensión no se realiza por la facultad de imaginar. ¿Qué es ese algo extenso? ¿No es también su extensión desconocida? Puesto que se hace mayor si la cera se vuelve líquida, mayor todavía si se la hace hervir, y mayor aún si el calor aumenta; y no juzgaría rectamente qué es la cera si no considerase que ésta admite más variedades, según su extensión, de las que yo haya jamás abarcado con la imaginación. Hay que conceder, por tanto, que yo de ninguna manera imagino qué es esta cera, sino que la percibo únicamente por el pensamiento. Me refiero a este pedazo de cera en particular, ya que ello es más evidente todavía en la cera en general. Así pues, ¿qué es esta cera que no se percibe sino mediante la mente? La misma que veo, que toco, que imagino, la misma finalmente que creía que existía desde un principio. Pero lo que se ha de notar es que su percepción no es visión, ni tacto, ni imaginación, ni lo ha sido nunca, sino solamente una inspección de la razón, que puede ser imperfecta o confusa como era antes, o clara y definida como ahora, según atiendo más o menos a los elementos de que consta.

Me admira ver cuán propensa es mi mente a los errores, porque, aunque piense esto calladamente y sin emitir sonidos, me confundo sin embargo en los propios vocablos y me engaño en el uso mismo de la palabra. Afirmamos, en efecto, que nosotros vemos la cera en sí si está presente, y que no deducimos que está presente por el color o la figura; de donde yo concluiría al punto que la cera es aprehendida por los ojos y no únicamente por la razón, si no viese desde la ventana los transeúntes en la calle, que creo ver no menos usualmente que la cera. Pero, ¿qué veo excepto sombreros y trajes en los que podrían ocultarse unos autómatas? Sin embargo, juzgo que son hombres. De este modo lo que creía ver por los ojos lo aprehendo únicamente por la facultad de juzgar que existe en mi intelecto.

Pero un hombre que desea saber más que el vulgo debe avergonzarse de encontrar duda en las maneras de hablar del vulgo; atendamos, por tanto, a la pregunta: ¿En qué momento percibí la cera más perfecta y evidentemente, cuando la vi por primera vez y creí que la conocía por el mismo sentido externo o al menos por el sentido común, es decir, por la potencia imaginativa, o cuando investigué con más diligencia no sólo qué era sino de qué modo era conocida? Dudar de esto sería necio, pues ¿qué hubo definido en la primera percepción? ¿Y qué hubo que no se admita que lo pueda tener otro animal cualquiera? Por el contrario, cuando separo la cera de las formas externas y la considero como desnuda y despojada de sus vestiduras, entonces, aunque todavía pueda existir algún error en mi juicio, no la puedo percibir sin el espíritu humano.

¿Qué diré por último de ese mismo espíritu, es decir, de mí mismo? En efecto, no admito que exista otra cosa en mí a excepción de la mente. ¿Qué diré yo, por tanto, que creo percibir con tanta claridad esa cera? ¿Es que no me conozco a mí mismo no sólo con mucha más certeza y verdad sino también más definida y evidentemente? Pues si juzgo que la cera existe a partir del hecho de que la veo, mucho más evidente será que yo existo a partir del mismo hecho de que la veo. Puede ser que lo que veo no sea cera en realidad; puede ser que ni siquiera tenga ojos con los que vea algo, pero no puede ser que cuando vea o —lo que ya no distingo— cuando yo piense que vea, yo mismo no sea algo al pensar. Del mismo modo, si juzgo que la cera existe del hecho de que la toco, se deducirá igualmente que yo existo. Lo mismo se concluye del hecho de imaginar de cualquier otra causa. Esto mismo que he hecho constar de la cera es posible aplicarlo a todo lo demás que está situado fuera de mí. Por tanto, si la percepción de la cera parece ser más clara una vez que me percaté de ella no sólo por la vista y por el tacto sino por más causas, ¡con cuánta mayor evidencia se ha de reconocer que me conozco a mí mismo, puesto que no hay ningún argumento que pueda servirme para la percepción, ya de la cera, ya de cualquier otro cuerpo, que al mismo tiempo no pruebe con mayor nitidez la naturaleza de mi mente! Ahora bien, existen tantas cosas en la propia mente mediante las cuales se puede percibir con mayor claridad su naturaleza, que todo lo que emana del cuerpo apenas parece digno de mencionarse.

He aquí que he vuelto insensiblemente a donde quería, puesto que, conociendo que los mismos cuerpos no son percibidos en propiedad por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino tan sólo por el intelecto, y que no son percibidos por el hecho de ser tocados o vistos, sino tan sólo porque los concebimos, me doy clara cuenta de que nada absolutamente puede ser conocido con mayor facilidad y evidencia que mi mente; pero, puesto que no se puede abandonar las viejas opiniones acostumbradas, es preferible que profundice en esto para que ese nuevo concepto se fije indeleblemente en mi memoria por la reiteración del pensamiento.


MEDITACIÓN TERCERA: DE DIOS, QUE EXISTE


Cerraré ahora los ojos, taparé los oídos, apartaré mis sentidos, destruiré en mi pensamiento todas las imágenes aun de las cosas corporales, o, al menos, puesto que eso difícilmente puede conseguirse, las consideraré vanas y falsas, y hablándome, observándome con atención, intentaré conocer y familiarizarme progresivamente conmigo mismo. Yo soy una cosa que piensa, esto es, una cosa que duda, afirma, niega, que sabe poco e ignora mucho, que desea, que rechaza y aun que imagina y siente. Porque, en efecto, he comprobado que por más que lo que siento y lo que imagino no tenga quizás existencia fuera de mí, estoy seguro, sin embargo, de que estos modos de pensar que llamo sentimientos e imaginaciones, existen en mí en tanto son solamente modos de pensar.

Con todo esto he pasado revista a lo que realmente conozco, o al menos a lo que hasta ahora he notado que sabía. Ahora veré con más diligencia si existen todavía otros conocimientos que aún no haya yo divisado. Estoy seguro de ser una cosa que piensa: ¿no sé también, por ende, qué se precisa para estar yo seguro de algo? En este primer conocimiento no existe nada más que una cierta percepción clara y determinada de lo que afirmo; lo cual no me bastaría para asegurarme de la certeza de una cosa si pudiese suceder que fuese falso lo que percibo de un modo claro y determinado. Por lo tanto, paréceme poder establecer como una regla general que todo lo que percibo muy clara y determinadamente es verdadero.

Con todo, he admitido antes muchas cosas como absolutamente ciertas y manifiestas que, sin embargo, hallé más adelante ser falsas. ¿Qué cosas eran éstas? La tierra, el cielo, los astros y todo aquello a lo que llego por los sentidos. Pero, ¿qué es lo que percibía claramente acerca de esas cosas? Pues que las ideas o los pensamientos de tales cosas se presentaban a mi mente. Pero tampoco ahora niego que estas ideas existan en mí. Pero aún afirmaba otra cosa, que me parecía aprehender por estar acostumbrado a creerla, pero que en realidad no percibía, a saber, que existen ciertas cosas fuera de mí de las que procedían estas ideas, y a las que eran del todo semejantes. Y en esto era en lo que me equivocaba precisamente, o por lo menos, si yo estaba en lo cierto, ello no ocurría en virtud de ningún conocimiento mío. Cuando consideraba algo muy fácil y sencillo sobre la aritmética o la geometría, por ejemplo, que dos y tres son cinco o algo por el estilo, ¿no lo veía suficientemente claro para afirmar que era verdadero? Con todo, no por otra razón he pensado que se debía dudar sobre su certeza que porque se me ocurría que quizás algún Dios me había podido dar una naturaleza tal, que pudiese yo engañarme incluso en aquellas cosas que tengo por las más evidentes. Siempre que me viene a la mente la opinión expresada antes sobre la suprema omnipotencia de Dios, me veo obligado a confesar que, siempre que quiera, le es fácil conseguir que me equivoque, aun en aquello que creo divisar de modo evidentísimo con los ojos del entendimiento. Sin embargo, siempre que me vuelvo a las cosas que creo percibir clarísimamente, me persuaden con tal evidencia, que me digo yo mismo: quien-quiera que me engañe, nunca podrá conseguir que no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, o que sea cierto que yo no haya existido, cuando ya es cierto que existo, o que dos y tres sumados den un número mayor o menor que cinco, o cosas por el estilo, en las que veo una manifiesta contradicción. Ahora bien, puesto que no tengo ningún motivo para creer que algún Dios sea engañoso, y ni siquiera ahora sé a ciencia cierta si existe algún Dios, es muy sutil y —por llamarla así metafísica— una causa de duda que depende solamente de tal opinión.

Para eliminarla también, debo examinar, tan pronto como se me presente ocasión, la cuestión de si Dios existe, y, en el caso de que exista, si puede ser engañoso, puesto que, si se dejan de lado estas cuestiones, paréceme que no puedo cerciorarme de ninguna otra cosa.

El orden de mi trabajo me obliga a distribuir todos mis pensamientos en diversos géneros, y a averiguar en cuáles hay propiamente verdad o falsedad. Unos pensamientos son como imágenes de cosas, que son los únicos a los que conviene el nombre de idea, como cuando pienso un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o Dios.

Otros tienen además otras formas, como cuando deseo, temo, afirmo, niego; entonces aprehendo siempre alguna cosa como sujeto de mi reflexión, pero concibo algo más extenso que la simple similitud de esta cosa; unos se llaman voluntades o afectos, y los otros juicios.

En lo que se refiere a las ideas, si se consideran en sí mismas y no las refiero a alguna otra cosa, no pueden ser propiamente falsas; puesto que si me imagino una cabra o una quimera, es cierto que imagino tanto la una como la otra. Tampoco hay que temer falsedad alguna en la misma voluntad o en los afectos, puesto que, aunque pueda desear cosas malas o que no existan, está fuera de duda que yo deseo. Por lo tanto, nos restan solamente los juicios, en los que me he de esforzar por no engañarme. El principal error y el más común que se puede encontrar en ellos, consiste en juzgar las ideas que existen en mí iguales o parecidas a las cosas que existen fuera de mí; puesto que si considerase tan sólo las ideas como maneras de mi pensamiento y no las refiriese a otras cosas, no podrían apenas ofrecer ocasión para errar. De estas ideas, unas son innatas, otras adventicias y otras he-chas por mí; puesto que la facultad de aprehender qué son las cosas, qué es la verdad y qué es el pensamiento, no parece provenir de otro lugar que no sea mi propia naturaleza; en cuanto al hecho de oír un estrépito, ver el sol, sentir el fuego, ya he indicado que procede de ciertas cosas colocadas fuera de mí; y finalmente las sirenas, los hipogrifos y cosas parecidas son creados por mí. O aun quizá las puedo juzgar todas adventicias, o todas innatas, o todas creadas, puesto que todavía no he percibido claramente su origen.

He de examinar ahora, en relación a las ideas que considero tomadas de las cosas que existen fuera de mí, qué causa me mueve a juzgarlas parecidas a esas cosas. Ciertamente, así parece enseñármelo la naturaleza; además experimento en mí mismo que no dependen de mi voluntad y, por lo tanto, de mí mismo; frecuentemente se presentan aun sin mi consentimiento, ya que, quiera o no, siento el calor y por lo tanto considero que aquel sentido, o la idea del calor, procede de una cosa que no soy yo, es decir, del calor del fuego junto al cual estoy sentado. Y no hay nada más razonable que juzgar que es esa cosa la que me envía su semejanza, más bien que alguna otra.

Voy a ver ahora si estas razones son suficientemente firmes. Cuando digo que he sido enseñado así por la naturaleza, quiero decir tan sólo que algún ímpetu espontáneo me impulsa a creerlo, y no que alguna luz natural me muestre que ello es verdadero. Estos dos conceptos son muy diferentes entre sí, puesto que las ideas que me son mostradas por la luz natural (por ejemplo, que del hecho de que dude, se deduzca que yo existo) de ningún modo pueden ser dudosas, dado que no puede haber ninguna otra facultad a la que me confíe tanto como a esta luz, ni que me pueda demostrar que aquello no sea verdadero; pero en lo que se refiere a los ímpetus naturales, ya he observado con frecuencia que he sido arrastrado por ellos a la peor parte cuando se trataba de elegir bien, y por lo tanto no veo razón alguna para confiarme a ellos en cualquier otra materia.

Finalmente, aunque estas ideas no dependan de mi voluntad, no por ello es seguro que procedan de cosas colocadas fuera de mí. De igual manera que aquellos ímpetus, sobre los que hablaba hace un momento, parecen existir ajenos a mi voluntad, así quizás hay también en mí alguna facultad, que no me es conocida todavía claramente, creadora de estas ideas, del mismo modo que hasta ahora me ha venido pareciendo que, mientras duermo, tales ideas se forman en mí sin intervención alguna de cosas externas.

Por último, aunque procedan de cosas ajenas a mí, no por ello se sigue que hayan de ser parecidas a ellas. Muy al contrario, me parece haber encontrado en muchas gran diferencia; como, por ejemplo, existen en mi mente dos ideas del sol, una adquirida por medio de los sentidos, que, según creo, debe incluirse entre las ideas adventicias, en la que se me aparece muy pequeño, y otra tomada del estudio astronómico, es decir, de ciertas nociones que me son innatas o formadas por mí de cualquier otro modo, y en la que el sol aparece muchas veces mayor que la tierra. Ambas ideas no pueden ser iguales al sol que existe fuera de mí, y el cálculo demuestra que es precisamente la más ajena a la realidad aquella que parece proceder más directamente del sol mismo.

Todo lo cual demuestra que yo, no por razonamiento seguro, sino por un ciego impulso, he creído que existían cosas diferentes de mí que me enviaban sus ideas o sus imágenes por los órganos de los sentidos o por cualquier otro medio.

Otro camino se me ocurre para investigar si hay fuera de mí ciertas cosas, cuyas ideas existen dentro de mí. En cuanto estas ideas son sólo modos de pensar, no encuentro en ellas ninguna diferencia y todas parecen provenir de mí de igual manera. Pero en tanto en cuanto una representa una cosa y otra otra, está claro que son entre sí totalmente diversas. Sin duda las que me presentan las substancias son algo más, y por decirlo así tienen más realidad objetiva, que aquellas que tan sólo representan los modos o los accidentes. De este modo, tiene más realidad objetiva la idea por la que concibo a Dios como un ser eterno, infinito, omnisciente, omnipotente, creador de todas las cosas que existen, excepto de sí mismo, que aquellas por las que se presentan las substancias finitas.

Es manifiesto, por tanto, que debe de haber al menos igual realidad en una causa total y eficiente que en el efecto de dicha causa. Porque ¿de dónde podría tomar su realidad el efecto a no ser de la causa? ¿Y de qué modo la causa puede otorgarla al efecto, a no ser que la posea? De lo que se deduce que la nada no puede crear algo, ni lo que es menos perfecto a lo que es más perfecto, es decir, lo que contiene en sí más realidad. Todo lo cual no sólo se aplica a los afectos, cuya realidad es actual o formal, sino también a las ideas, en las que se considera tan sólo la realidad objetiva. Es decir, una piedra, por ejemplo, que no existía antes, no puede empezar a existir si no es producida por alguna cosa en la que exista formal o eminentemente todo aquello de lo que está compuesta la piedra. Y no se puede producir calor en un sujeto que antes no lo tenía sino a partir de una cosa que sea al menos de un orden igualmente perfecto que el calor, y así indefinidamente. Por otra parte, no puede existir en mí la idea de calor o de una piedra a no ser que haya sido introducida en mí por una causa en la que exista al menos igual realidad que a mi juicio poseen el calor o la piedra. Pues, aunque esta causa no transmita su realidad actual o formal a mi idea, no se debe pensar en consecuencia que es por ello menos real; sino que la naturaleza de la misma idea es tal, que no exige en sí ninguna otra realidad formal excepto aquella que toma de mi pensamiento, del cual es un modo. Por otra parte, el hecho de que una idea tenga esta o aquella realidad en vez de otra cualquiera debe provenir de alguna causa en la que exista al menos tanta realidad formal cuanta realidad objetiva tiene la idea. Porque si suponemos que existe algo en la idea que no se encuentra en la causa, entonces esto lo posee de la nada; ahora bien, por muy imperfecto que sea ese modo de ser por el que una cosa se encuentra de un modo objetivo en nuestro entendimiento mediante la idea, no por eso, sin embargo, no es absolutamente nada, y no puede, por lo tanto, existir de la nada.

No debo suponer, por otra parte, que, puesto que la realidad que considero en mis ideas es tan sólo objetiva, no es necesario que la misma realidad exista de un modo formal en las causas de las mismas, sino que basta que exista en las causas también de un modo objetivo. Puesto que, como el modo objetivo de ser corresponde a las ideas según su propia naturaleza, así el modo formal de ser corresponde a las causas de las ideas, al menos a las primeras y principales, según su propia naturaleza. Y aunque una idea pueda proceder de otra, no se da, sin embargo, una sucesión hasta el infinito, sino que se debe llegar a alguna primera idea, cuya causa sea equivalente a un original, en el cual esté contenida formal-mente toda la realidad que sólo existe en la idea de un modo objetivo. De manera que es evidente por la luz natural que las ideas son en mí como unas imágenes; que pueden fácilmente degenerar de la perfección de las cosas de las que han sido tomadas, pero de ninguna manera contener algo mayor o más perfecto.

Cuanto más larga y más detenidamente considero estas cosas, con tanta mayor claridad y distinción conozco que son ciertas. Pero, ¿qué conclusión se ha de obtener de todo esto? Sin duda la de que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que esté yo seguro de que ella no existe en mí ni formal ni eminente-mente, y de que por lo tanto no puedo ser yo mismo la causa de tal idea, se sigue necesariamente que no soy yo el único ser existente, sino que existe también alguna otra cosa que es la causa de esa idea. Por el contrario, si no existe en mí una idea tal, no tengo ningún otro argumento para asegurarme de la existencia de otra cosa diferente de mí, puesto que, a pesar de haberlo buscado cuidadosamente, no he podido encontrar otro todavía.

Ahora bien; entre estas ideas mías, además de la que me muestra a mí mismo y sobre la que no puede haber aquí ninguna dificultad, existe una que representa a Dios, otra a las cosas corpóreas e inanimadas, otra a los ángeles y otra a los hombres parecidos a mí. En lo que se refiere a las ideas que representan a los demás hombres, a los animales o a los ángeles, veo fácilmente que han podido ser creadas de las ideas que tengo de mí mismo, de las cosas corporales y de Dios, aun cuando, a excepción de mí, no existiese en el mundo ningún hombre, ni ningún animal, ni ningún ángel.

En lo que respecta a las ideas de las cosas corporales, no hay nada en ellas tan considerable que no parezca que podría proceder de mí mismo; puesto que, si las considero con más atención y las examino una por una del mismo modo que he examinado antes la idea de la cera, advierto que es poco lo que puedo percibir clara y diferenciadamente: a saber, su magnitud, es decir, su extensión en longitud, anchura y profundidad; su figura, que proviene de la determinación de esa extensión; la situación que respectivamente ocupan las cosas que tienen diversas figuras; el movimiento o la mutación de esa situación; a lo que se podría añadir la substancia, la duración y el número. Lo demás, por el contrario, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y el frío y las restantes cualidades del tacto, no lo pienso sino confusa y obscuramente, de manera que hasta ignoro si son verdaderas o falsas, esto es, si las ideas que tengo de aquéllas son ideas de ciertas cosas o no. Aunque la falsedad propiamente dicha o formal solamente se pueda encontrar en los juicios, como he hecho notar hace poco, hay sin embargo una cierta falsedad material en las ideas, cuando representan una no-cosa como cosa. Así, por ejemplo, las ideas que tengo del calor y el frío son tan poco claras y tan poco diferenciadas, que no puedo saber por ellas si el frío es la privación del calor o el calor la privación del frío, o si ambos o ninguno son una cualidad real. Dado que no puede existir ninguna idea que no contenga la pretensión de representar alguna cosa, si es cierto que el frío es la privación del calor, la idea que me lo representa como algo real y positivo, será tachada de falsa no sin razón; y así de las demás.

No es necesario que asigne a estas ideas otro autor que yo mismo. Puesto que, si son falsas, es decir, no representan ninguna cosa, conozco por la luz natural que proceden de la nada, es decir, que existen en mí no por otra razón que porque falta algo a mi naturaleza y no es totalmente perfecta; pero si, por el contrario, son ciertas, dado que me presentan una realidad tan exigua que ni siquiera puedo distinguirla de la no-cosa, no veo por qué no podrían proceder de mí mismo.

Respecto a las cosas que aparecen en las ideas de los seres corporales de un modo claro y definido, hay algunas, a saber, la substancia, la duración, el número y todo lo que es de este género, que me parece que las he podido tomar de la idea de mí mismo, puesto que cuando pienso que la piedra es una substancia, o bien una cosa que puede existir por sí misma, y al mismo tiempo que yo soy también una substancia, aunque me conciba como una cosa que piensa y que no es extensa, y a la piedra, por el contrario, como extensa e irracional, y por tanto exista la mayor diferencia entre los dos conceptos, parecen sin embargo convenir ambos en lo que se refiere a la substancia. Así cuando me doy cuenta de que existo, y recuerdo haber existido hace algún tiempo, y cuando tengo varios pensamientos y alcanzo a discernir su número, adquiero las ideas de la duración y del número, que luego puedo transferir a cualquier otra cosa. Todas las demás cosas de las que se componen las ideas de los seres corpóreos, a saber, la extensión, la figura, el lugar, el movimiento, etc., no están contenidas en mí formalmente en tanto que soy sola-mente una cosa que piensa; pero como son tan sólo ciertos modos de la substancia y yo soy substancia, parece ser posible que estén contenidas en mí eminentemente.

Por lo tanto, sólo queda la idea de Dios, en la que se ha de considerar si es algo que no haya podido proceder de mí mismo. Bajo la denominación de Dios comprendo una substancia infinita, independiente, que sabe y puede en el más alto grado, y por la cual he sido creado yo mismo con todo lo demás que existe, si es que existe algo más. Todo lo cual es de tal género que cuanto más diligentemente lo considero, tanto menos parece haber podido salir sólo de mí. De lo que hay que concluir que Dios necesariamente existe.

Porque aun cuando exista en mí la idea de substancia por el mismo hecho de que soy substancia, no existiría la idea de substancia infinita, siendo yo finito, si no procediese de alguna substancia infinita en realidad.

No debo pensar que yo no percibo el infinito por una idea verdadera, sino tan sólo por la negación de lo finito, como percibo la quietud y las tinieblas por la negación del movimiento y de la luz. Al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita, y por lo tanto existe primero en mí la percepción de lo infinito, es decir, de Dios, que de lo finito, es decir, de mí mismo. ¿Cómo podría saber que yo dudo, que deseo, es decir, que me falta algo, y que no soy en absoluto perfecto, si no hubiese una idea de un ser más perfecto en mí, por cuya comparación conociese mis defectos?

No se puede afirmar que quizás esta idea de Dios sea materialmente falsa, y que por lo tanto pueda existir de la nada, como hace poco he señalado en las ideas del calor y del frío y de cosas similares. Muy al contrario, siendo absolutamente clara y definida y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay ninguna idea más verdadera por sí, ni en la que se encuentre menor sospecha de falsedad. Esta idea, repito, de un ente totalmente perfecto e infinito es absoluta-mente cierta; puesto que, aunque quizá se pueda pensar que no exista un ser así, no se puede pensar, sin embargo, que su idea no me muestre nada real, como he dicho poco ha sobre la idea del frío. Es también por completo clara y definida, ya que todo lo que percibo clara y definidamente que es real y verdadero y que encierra alguna perfección, está contenido en su totalidad en esta idea. No obsta a ello que no pueda yo aprehender lo infinito, ni que existan en Dios innumerables otras cosas que ni puedo aprehender, ni tampoco alcanzar siquiera con el pensamiento; puesto que es propio de lo infinito no poder ser concebido por mí, que soy finito. Me basta, pues, concebir esto mismo, y juzgar que todas aquellas cosas que percibo claramente y que sé que encierran alguna perfección, e incluso quizás otras innumerables que ignoro, existen formal o eminentemente en Dios, de manera que la idea que tengo de él es la más verdadera, clara y definida de todas.

Quizá soy algo más de lo que yo mismo alcanzo a ver, y todas las perfecciones que atribuyo a Dios existen en cierto modo potencialmente en mí, aunque no se manifiesten ni lleguen al acto. Veo, en efecto, que mi conocimiento aumenta paulatinamente y que nada se opone a que crezca más y más hasta el infinito, ni tampoco a que, aumentado así el conocimiento, pueda aprehender las restantes perfecciones de Dios, ni, por último, a que la potencia para estas perfecciones, si ya existe en mí, no baste a producir la idea de aquéllas.

Al contrario, nada de esto puede ocurrir; en primer lugar, porque aunque sea cierto que mi conocimiento aumenta paulatinamente y que existen en mí muchas cosas en potencia que no están todavía en acto, nada de esto atañe, sin embargo, a la idea de Dios, en la que no hay nada en absoluto en potencia, puesto que esto mismo, ir conociendo poco a poco, es una prueba certísima de la imperfección. Además, aunque mi conocimiento se engrandezca siempre más y más, nunca, no obstante, será infinito en acto, puesto que nunca llegará a un extremo tal en que ya no sea capaz de un incremento mayor todavía. Por el contrario, juzgo a Dios infinito en acto de tal modo que nada puede añadirse a su perfección. Final-mente, considero que el ser objetivo de una idea no puede provenir únicamente de un ser potencial, que en realidad no es nada, sino tan sólo de un ser actual o formal.

No hay nada en lo que acabo de decir que no sea evidente por la luz natural, para todo el que piense con cuidado; pero puesto que, cuando relajo mi atención y las imágenes de las cosas sensibles obnubilan la vista de la mente, no veo con facilidad por qué la idea de un ser más perfecto que yo procede necesariamente de algún ente que sea en realidad más perfecto, parece oportuno investigar si yo podría existir teniendo la idea de Dios, si un ente tal no existiera en realidad.

Entonces, ¿de quién existiría? De mí, sin duda alguna, o de mis padres, o de otros entes cualesquiera menos perfectos que Dios, puesto que nada hay más perfecto que Él mismo, ni se puede pensar o idear un ser igualmente perfecto.

Si mi existencia procediese de mí mismo, no dudaría, no desearía, ni me faltaría nada en absoluto; puesto que todas las perfecciones cuyas ideas existen en mi mente me las habría dado a mí mismo, y de tal manera yo sería Dios. No debo imaginarme que las cosas que me faltan pueden ser más difíciles de adquirir que las cosas que existen ya en mí, puesto que, por el contrario, está claro que es mucho más difícil que yo, es decir, una cosa o una substancia que piensa, haya salido de la nada, que adquirir el conocimiento de las muchas cosas que desconozco, que son tan sólo accidentes de esa substancia. Ciertamente, si tuviese de mí mismo aquello que es mayor, no sólo no me hubiera negado lo que se puede conseguir más fácil-mente, sino tampoco ninguna otra cosa de entre las que advierto que están contenidas en la idea de Dios. En efecto, ninguna me parece más difícil de lograr; y si algunas fuesen más difíciles de lograr, me parecerían en verdad más difíciles (en el caso de que lo demás que tengo lo tuviese de mí), puesto que experimentaría que mi potencia se termina en ellas.

Y no escapo a la fuerza de estas argumentaciones si imagino que yo he sido tal como soy ahora, como si de esto se siguiese que no se ha de buscar ningún autor de mi existencia. Dado que todo el tiempo de la vida se puede dividir en innumerables partes, las cuales no dependen entre sí de ninguna manera, del hecho de que haya existido hace poco no se sigue que deba existir ahora, a no ser que alguna causa me cree de nuevo, es decir, me conserve. Si se atiende a la naturaleza del tiempo, es obvio que para conservar una cosa cualquiera en cada momento que dura, se precisa la misma fuerza y acción que para crearla de nuevo, si no existiese. De este modo una de las cosas manifiestas por la luz natural es el hecho de que la conservación difiere de la creación sólo según el pensamiento.

Por tanto, debo interrogarme a mí mismo si tengo algún poder, por el que consiga que yo, que existo ahora, exista un poco después; porque, no siendo sino una cosa que piensa, o mejor dicho, tratando estrictamente de esa parte mía que es una cosa que piensa, si existiera un tal poder en mí, estaría consciente de él; pero veo que no hay ninguno, y por esto concluyo evidentemente que yo dependo de algún ser diferente de mí.

Quizás aquel ser no es Dios, y he sido engendrado, ya por mis padres, ya por causas cualesquiera menos perfectas que Dios.

Como ya he dicho antes, es manifiesto que por lo menos tanto debe existir en la causa como en el efecto; por tanto, siendo yo una cosa que piensa, y que tiene una cierta idea de Dios, sea cual sea mi causa, se ha de reconocer que ella es también una cosa que piensa, y que posee la idea de todas las perfecciones que atribuyo a Dios. Se puede investigar nuevamente si ella existe por sí o por otra causa. Si existe por sí es manifiesto, por lo anteriormente dicho, que es ella misma Dios, dado que, teniendo el poder de existir por sí tiene sin duda alguna la facultad de poseer en acto todas las perfecciones cuyas ideas tiene, es decir, todas las que concibo que existen en Dios; si existe por otra causa, se interrogará nuevamente del mismo modo si ésta existe por sí o por otra causa, hasta que se llegue así a la última, que será Dios. Está bastante claro que no puede haber en este caso una sucesión hasta el infinito, especialmente tratándose aquí no sólo de la causa que me ha creado en un tiempo, sino en particular de aquella que me conserva en el momento presente.

No se puede alegar que hayan concurrido varias causas parciales para crear-me, y que así he recibido de una la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, de otra la idea de otra, de manera que se encuentren todas esas perfecciones en conjunto en alguna parte, pero no estén unidas en un solo ser que sea Dios; por el contrario, la unidad, la simplicidad, o la inseparabilidad de todo lo que en Dios existe es una de las más principales perfecciones que, según creo, posee Dios. Ni, por otra parte, la idea de la unidad de todas sus perfecciones pudo ser puesta por ninguna causa de la que no haya recibido además las ideas de las demás perfecciones; pues tampoco hubiera podido hacer que las concibiese juntas e inseparables sin hacer al mismo tiempo que reconociera cuáles eran.

En lo que se refiere a los padres, aunque sea verdad todo lo que haya pensado sobre ellos, no me conservan, sin embargo, ni me han creado de ninguna manera, en tanto que soy una cosa que piensa, sino que han puesto tan sólo ciertas disposiciones en una materia en la cual he juzgado que yo, es decir, mi mente, que acepto ahora únicamente por mí, me encuentro comprendido. Por lo tanto, no puede haber aquí ninguna dificultad, sino que se ha de concluir que del hecho solamente de que exista, y de que posea una cierta idea de un ser perfecto, es decir, Dios, se demuestra evidentísimamente que Dios existe.

Resta tan sólo examinar de qué modo he recibido esta idea de Dios, porque ni la he recibido con los sentidos, ni me viene a las mientes cuando no atiendo a ella, como suelen (o al menos lo parecen) las ideas de las cosas sensibles; ni ha sido imaginada por mí, puesto que no puedo sustraer nada de ella ni añadirle algo; hemos de reconocer, por tanto, que su idea no es en mí innata como me es innata la idea de mí mismo.

No es de extrañar que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea, como el signo del artífice impreso en su obra, y no es necesario que ese signo sea una cosa diferente de la obra en sí. Sólo del hecho de que Dios me haya creado, es muy vero-símil que haya sido hecho en cierto modo a su imagen y semejanza, y esa semejanza, en la que está contenida la idea de Dios, la perciba por la misma facultad con que me percibo a mí mismo: es decir, cuando concentro mi atención en mí, no sola-mente considero que soy una cosa incompleta y dependiente de otra, una cosa que aspira indefinidamente a lo mayor o mejor, sino que también reconozco que aquel de quien dependo posee estas cosas mayores no indefinidamente y en potencia, sino en realidad y en grado infinito, y que, por tanto, es Dios. Toda la fuerza del argumento reside en admitir que no puede ser que yo exista, siendo de tal naturaleza como soy, a saber, teniendo en mí la idea de Dios, si Dios no existiera también en realidad, Dios, repito, cuya idea poseo, es decir, que tiene todas las perfecciones (que no puedo comprender, si bien las alcanzo en cierto grado con el pensamiento), sin estar sujeto a ninguna imperfección.

Pero antes de pasar a examinarlo más atentamente y de averiguar las demás verdades que se pueden deducir de aquí, paréceme apropiado pararme algún tiempo en la contemplación de Dios mismo, considerar sus atributos, y mirar, admirar y adorar la belleza de tal luz, en tanto cuanto lo permita la capacidad de mi entendimiento cubierto de sombras. Del mismo modo que creemos por la fe que la suprema felicidad de la otra vida consiste en la única contemplación de la divina majestad, así consideramos que de esta otra contemplación, aun que sea mucho menos perfecta, puede percibirse el máximo placer de que somos capaces en esta vida.